El amor en fuga, François Truffaut, 1978
“El amor en fuga” debió de constituir, en su día, uno de los mayores fracasos de la carrera de François Truffaut, pero si bien es cierto que a la hora de juzgarlo hay que usar necesariamente la benevolencia para disculpar defectos, también cuentan, a su favor, su modestia y falta de pretensiones, su carácter nostálgico, la canción “L´amour en fuite” de Alain Souchon –leif motiv- de la película, y el repaso-homenaje que Truffaut hace de la vida de su “alter ego” Jean-Pierre Léaud, con el recuerdo, muy grato, de sus primeros pasos en las ya lejanas “Los 400 golpes” (1959) y “El amor a los 20 años” (1962), y el menos afortunado de “Besos robados” (1968) y “Domicilio conyugal” (1970).
Lo cierto es que, por desgracia, la saga de Antoine Doinel fue bajando progresivamente su registro a medida que pasaban los años y la historia iba adquiriendo un tono menos optimista y su personaje principal –ya sin la espontaneidad de “Los 400 golpes”- crecía sin madurar en la vida y se nos iba haciendo menos simpático y más insoportable. Cada nuevo film tenía menos interés que el anterior. Y consecuentemente con esto, “El amor en fuga”, último de la serie, no iba a ser la excepción: es el más flojo de todos ellos.
Partiendo de la escena del divorcio de Antoine y Christine (Claude Jade), tras cinco años de matrimonio y una primera separación, repasamos las desilusiones, rupturas y dificultades de su vida de pareja y las peculiares relaciones de Antoine con todas las mujeres que pasaron por su vida: desde su primer amor, la casi olvidada Colette (Marie-France Pisier), la chica de las Juventudes Musicales, ahora convertida en abogado en paro y ocasional prostituta, hasta su último amor, Sabine (Dorothée) la empleada de la tienda de discos. Antoine era un romántico recalcitrante, y su carácter alocado, inmaduro e irresponsable se fue manteniendo, sin apenas variación, en toda serie.
“El amor en fuga” se construye (o más bien se reconstruye) –como los trozos de la foto rota de Sabine que Antoine Doinel consigue recomponer al final de la película- a base de retazos de imágenes anteriores de la saga que Truffaut va recuperando, como si quisiera dar por cerrada la ya larga aventura de Antoine y necesitara rellenar las lagunas y que los anteriores films habían dejado en el espectador. Aunque a veces se tiene la impresión de que algún episodio está excesivamente forzado y resultaba quizás innecesario, como el reencuentro con el señor Lucien, amante de la madre de Antoine de la que se nos ofrece una nueva imagen tan inesperada como desconcertante. El resto de la narración, la situación actual, con las nuevas historias de amor de Antoine-Sabine y Xavier-Colette tiene, lamentablemente, un menor interés para el espectador.
Obra profundamente pesimista, difícil de apreciar como obra aislada y totalmente necesitada de la complicidad del espectador que haya visto las anteriores películas de la saga, para una mejor comprensión de la historia. “El amor en fuga” resulta un colofón digno en la carrera de su autor, pero algo triste, por su mirada nostálgica al pasado, su aire de despedida y cierto tono gris y de poca convicción en su realización. François Truffaut fallecería en 1984, a la temprana edad de 54 años. Nunca sabremos si, de haber vivido más tiempo, la saga de Antoine Doinel hubiera tenido continuidad, pero la realidad es que ni el personaje, ni su intérprete, Jean-Pierre Léaud, cada vez más afectado e insufrible, daban ya para mucho más.
AnibalMinucio
PRODUCCION: Francia (Les Films du Carrosse, 1978). GUION: François Truffaut, Marie-France Pisier, Jean Aurel y Suzanne Schiffman. FOTOGRAFIA: Néstor Almendros. MUSICA: Georges Delerue. MONTAJE: Martine Barraqué. INTERPRETACION: Jean Pierre Leáud (Antoine Doinel), Marie-France Pisier (Colette), Claude Jade (Christine Doinel), Dani (Liliane), Dorothée (Sabine Barnerías), Daniel Mesguich (Xavier Barnerías), Julien Bertheau (Sr. Lucien). DURACION: 94 minutos.
Dersu Uzala, Akira Kurosawa, 1975

Si la tan extensa como magnífica filmografía de este director no nos abrumara, bastaría sólo con esta película para justificarle como director de cine y como ser humano. Por su sobriedad, por su sabiduría, por su belleza intrínseca, por su defensa de la naturaleza y de todos los seres vivos que la pueblan, por su exaltación de la amistad. No es tan frecuente en los artistas que la madurez les aporte la enorme serenidad de la que Kurosawa hace gala en este film. Y es esa serenidad la que consigue crear una película sencilla en su historia y profunda al mismo tiempo, en tanto en cuanto se entienda la profundidad por un estricto sentido ético de la vida, basado en el máximo respeto a todos los seres vivos.
Dersu es un personaje consecuente con su vida, y también con su ocaso y con su muerte. Más que un personaje diría que es un ser humano real que aparece, como en un juego de malabarismo, en la oscuridad de la noche diciéndoles a los soldados a los que más tarde acompañará en sus trabajos de topografía. “No disparéis. Yo soy gente”. Tan escueta y tan mágica resulta su aparición. Pero el personaje se va arropando, fundamentalmente, con su manera de moverse y de actuar. Y se va arropando con pequeños diálogos y con aseveraciones de una aplastante lógica, fruto de su sentido de la observación y de su experiencia (de los que depende su supervivencia en un medio bastante hostil). Hasta crecer. Hasta hacerse grande.
Para contar esta historia tan llena de humanidad, Kurosawa se sirve de una planificación extraordinariamente efectiva, concisa, bella, dando a cada plano la duración que requiere hasta agotar su sentido. Los que requieren casi un plano secuencia, largos. Los de transición hacia otra secuencia, breves. Cuando necesita ser descriptivo, mueve la cámara con elegancia. Cuando necesita escrutar a sus personajes, la deja quieta, fija; de modo que va construyendo e hilvanando sus secuencias con una gran sabiduría cinematográfica, aportando a la historia un valor añadido no sólo por lo que cuenta, sino por cómo lo cuenta. Especial mención merece por su belleza y su significado la secuencia en la que Dersu y el capitán Arsenev construyen un cobijo a base de ramas y espigas para evitar morir congelados en la tundra. Contra lo que algunos piensen, no es una película lenta, es una película pausada. Sus secuencias (partiendo de un flashback) se suceden con la pausa con la que unos meses suceden a otros y unas estaciones a otras estaciones.
Mientras vive en la naturaleza Dersu domina la situación, se sirve de ella sin esquilmarla. Cuando, en su ocaso, se enfrenta a la civilización, es él el esquilmado, por la falta de adaptación y por la codicia de sus semejantes, sin ninguna duda peores depredadores que el tigre que reina en la taiga.
Hay que agradecer a Kurosawa su maestría, y a Dersu sus consejos, su comportamiento, su sentido de la amistad, agradecerle el ser “buena gente”.
José Díaz-Manresa
FICHA TECNICA.- 1975.- Argumento: Novela de Vladimir Arsenev.- Guión: Akira Kurosawa, Yury Nagibin.- Fotografía: Fyodor Dobionrarov, Yury Gantman, Asakazu Nakai, en Sovcolor.- Música: Isaac Shvarts.- Montaje: Valentina Stepanova.- Producción: Yorchi Matsue.- Intérpretes: Yuri Solomin (Arsenev), Maksim Munzuk (Dersu Uzala), Mikhail Bychkov, Vladimir Khrulev, Vladimir Lastochkin, Stanislav Marin.- Duración: 144 minutos.
Entre copas, Alexander Payne, 2004

“Entre copas” narra la “escapada” que dos antiguos amigos de la Universidad hacen, desde la ciudad de San Diego hasta una región californiana productora de vinos, con una duración predeterminada de una semana y que cada uno de los personajes se plantea, desde el principio, con muy distintos objetivos.
Para Miles (Paul Giamatti), profesor de literatura, aspirante a escritor, experto en vinos (o alcohólico, si se quiere), divorciado desde hace dos años y añorando a su mujer Victoria (Jessica Hecht), se trata de un cierto paréntesis en la vida y, sobre todo, un margen en la espera de noticias sobre la novela que acaba de escribir y que confía ver pronto publicada. Para el otro, Jack (Thomas Haden Church), extrovertido, inmaduro, actor fracasado de televisión y que va a contraer matrimonio a su vuelta de este viaje, se trata de toda una larga despedida de soltero. Con la excusa de ayudar a su amigo a superar sus dificultades sentimentales, intentará por su parte disfrutar, a tope, de sus últimos días de libertad.
Una vez llegados a su destino, tendrá lugar el esperado encuentro sentimental con dos mujeres, distintas entre sí, aunque también amigas, que producirá unas relaciones que sólo en uno de los casos será modificante (aunque el ambiguo final de la película, deje la duda en el aire). Para Miles, la relación con Maya (Virginia Madsen), una camarera recientemente divorciada, resulta difícil e incómoda al principio, ya que él aún confía en una reconciliación con su ex mujer, Victoria. Pero pronto entrará en crisis al enterarse de que ella ha vuelto a casarse y que su novela ha sido rechazada por la editorial.
En el caso de Jack, con una filosofía distinta de la situación (“Estamos aquí para olvidarlo todo”), su única preocupación consiste en llevarse a la cama a la escanciadora de vinos Stephanie (Sandra Oh). Sus relaciones son un prodigio de inmadurez e irresponsabilidad y, una vez rota la relación con ella (al descubrir ésta sus inmediatos planes de boda) intenta continuar sus aventuras con otra camarera hasta el final del viaje.
“Entre copas” es una comedia delicada y elegante que, partiendo de un excelente y comedido guión de Jim Taylor y el propio Payne, se desarrolla sin apenas altibajos y con un cierto nivel de profundidad en su dibujo de la psicología de los principales personajes. Estructurada a modo de crónica diaria de esa semana sentimental y “enológica”, “Entre copas” divierte, entretiene y, a ratos, hace pensar. Por supuesto que no se trata de una obra genial, pero sí de una película agradable que mantiene un buen tono de comedia –a ratos dulce, a ratos amarga- y que consigue que el espectador la siga, con cierto interés, hasta el final. Cabe destacar también el buen sentido visual de Payne y, de manera especial, la excelente dirección de actores. Los cuatro principales protagonistas están espléndidos, pero sobre todo, Paul Giamatti en su papel de Miles y Virginia Madsen en el de Maya, la camarera divorciada. Transmiten realidad, convicción y sensibilidad.
AnibalMinucio
PRODUCCION: USA (2004). ARGUMENTO: novela de Rex Pickett. GUION: Jim Taylor y Alexander Payne. FOTOGRAFIA: Phedon Papamichael. MUSICA: Rolfe Kent. MONTAJE: Kevin Tent. INTERPRETACION: Paul Giamatti (Miles), Thomas Hadem Church (Jack), Virginia Madsen (Maya), Sandra Oh (Stephanie), Jessica Hecht (Victoria). DURACION: 126 minutos.
El hundimiento, Oliver Hirschbiegel, 2004
No ha sido, hasta ahora, el cine excesivamente pródigo en el acercamiento a un periodo histórico como es el final del III Reich o a su principal protagonista, Adolfo Hitler. Más allá de miradas anecdóticas o parciales o desde una perspectiva caricaturesca como “El gran dictador” de Charles Chaplin, me parece que esta película alemana es el primer intento serio –al menos que yo conozca- de aproximación, aunque sea parcial y limitada a sus últimas horas de vida, a la personalidad del líder alemán y al entorno militar e ideológico que le acompañó en su caída final.
En su acercamiento al tema y al personaje, Oliver Hirschbiegel ha optado por una reconstrucción de la historia cercana al documental y centrándose más en el análisis de los personajes que acompañaron y colaboraron con Hitler en sus últimos momentos, que en el aspecto militar o político de esos acontecimientos. Se trata de un film coral, por la cantidad de personajes que intervienen, pero con una dimensión más intimista que espectacular. Tampoco cae en el maniqueísmo. Siendo modélico, en este sentido el tratamiento dado a un personaje tan controvertido como Hitler. No había ninguna necesidad: la historia está ahí y es lo suficientemente conocida. Además, el tiempo transcurrido desde su muerte, posibilita un tratamiento relativamente objetivo del tema, sin necesidad de reinventar la historia ni cargar las tintas sobre los hechos.

Resultan verdaderamente impresionantes las imágenes finales de la protagonista y narradora de la historia Traudt Junge (Alexandra Maria Lara), secretaria personal de Hitler, atravesando las tropas enemigas para huir; la boda de Hitler y Eva Braun horas antes de suicidarse; la despedida de sus colaboradores más allegados; los soldados alemanes esperando los suicidios de Hitler y Eva Braun y del matrimonio Goebbels, con los bidones de gasolina ya preparados, para quemar sus cadáveres; la metódica frialdad con que Magda Goebbels envenena, uno tras otro, a sus seis hijos…
“El hundimiento”, película claustrofóbica como pocas, transcurre en gran parte de su metraje en interiores, en el bunker de Hitler, pero, en este caso, los exteriores resultan igualmente siniestros y alucinantes. La visión dantesca del caos y desorden de un Berlín en ruinas, defendido sólo por niños y reservistas, es un buen ejemplo de aproximación honesta y equilibrada a lo que debieron ser las últimas horas del III Reich y de la desmoralización y degradación que acarrea la pérdida de una guerra. También de aproximación bastante objetiva a un Hitler que a esas alturas –abril de 1945- carecía ya de sentido de la realidad y a unos militares divididos entre la fanática lealtad al Fuhrer y el hecho de una rendición irremediable.
Impresionantes también los actores. Sobre todo Bruno Ganz, en una recreación de Hitler inolvidable, equilibrada y que hace creíble y da humanidad a la imagen desfigurada y caricaturesca con que el cine siempre ha tratado al personaje histórico. “El hundimiento” es una buena película a la que le sobran quizás unos diez o quince minutos de metraje para haber sido una película más redonda.
AnibalMinucio
PRODUCCION: Alemania-Austria-Italia (Bernd Eichinger, 2004). ARGUMENTO: libros de Joachin Fest, Traudl Junge y Melissa Müller. GUION: Bernd Eichinger. FOTOGRAFIA: Rainer Klausmann. MUSICA: Stephan Zacharias. MONTAJE: Hans Funck. INTERPRETACION: Bruno Ganz (Adolf Hitler), Alexandra Maria Lara (Traudl Junge), Corinna Harfouch (Magda Goebbels), Ulrich Matthes (Joseph Goebbels), Juliane Köhler (Eva Braun), Heino Ferch (Albert Speer). DURACION: 156 minutos.
Mi tío, Jacques Tati, 1958

Amar la buena vida
Cuantas veces hemos oído decir, o hemos dicho, o nos han dicho: “Desde luego éste vive en su mundo”. Suele ser una expresión que lleva consigo una carga crítica, referida a que determinada persona no está implicada en aquello que resulta efectivo socialmente. Sin embargo habría que preguntarse, y quién no lo hace? Es posible vivir en otro mundo que no sea el propio?
El Sr. Hulot es la persona que tiene todas las papeletas para ser acusado de “vivir en su mundo”. Es un hombre que podríamos tachar de inconsciente, de no ser capaz de ver la trascendencia de lo que le rodea, de no captar cómo sus actos pueden influir de manera ridícula en el devenir del cosmos. Él sencillamente se deja llevar, vive la vida y ama la buena vida, habita un mundo sencillo y al tiempo de aislamiento complejo, podría decirse que de un pacífico ensimismamiento.
Este mundo se representa en un lugar lleno de rincones suburbiales en los que la charla y el coloquio asaltan lo cotidiano del mercado, donde el irremediable encuentro aporta sentido a la vida. Es una forma de estar frente a la soledad, de ser en la soledad estoica e inocente del niño que se aburre sin agobio o del adulto que deambula sin fe, ajeno al bullicio estéril, reparando en cosas pequeñas y emocionantes, dentro de un engranaje perfecto, como parcelas estancas y minúsculas de tiempo y de vida.
Mundos contrapuestos y fronteras
Jacques Tati dirigió “Mon Oncle” en 1958, confrontando a su protagonista, que él mismo interpretaba, con la dualidad de mundos contrapuestos. Lo representa con gran acierto en la escena inicial cuando unos perros callejeros deambulan por las calles del barrio rebuscando entre los cubos de basura. Uno de ellos, Dackie, el que lleva su chaleco rojo, no es un perro de la calle, tiene dueño y con presteza según amanece corre junto a los demás de regreso a su casa, ese lugar cerrado al que tiene que colarse por una rendija. Una valla ruinosa representa la frontera entre los dos mundos, una vez que la cruzamos los perros encuentran un lugar muy diferente, lleno de indicativos, de señales, de normas. El cine de Tati a simple vista parece deslavazado y anárquico, pero sus películas están bien pautadas, nada se deja a la improvisación. En la película la sociedad de los perros es la imagen de la sociedad de los hombres.
El Sr. Hulot vive en los dos mundos, no tiene problema cada día en cruzar la frontera física que los separa, para ir a buscar al colegio a su sobrino Gerard y llevarlo hasta la casa lujosa de los Sres. Arpel, sus padres. El personaje siempre fiel a sí mismo, adopta idéntico comportamiento en ambos mundos. Aquellos entre los que transita de manera consciente, procurando un sorprendente orden imaginario, que curiosamente hace patente, cuando al pasar coloca con mucho cuidado el guijarro que ha caído de la ruinosa pared fronteriza, en un ejercicio de comunicación natural con la vida que le rodea.
Orden, productividad, laberinto y divergencia.
En la relación entre Hulot y el niño, Jacques Tati teje la urdimbre de la contaminación y la mezcla, como acción perversa y saludable al tiempo. Así nos propone una crítica al exceso de ordenación, del mundo en que el confort diseña un ambiente despersonalizado y la felicidad aparece como programada en un conjunto de caminos predeterminados. Todo está medido y previsto, no falta de nada, pero de la misma forma resulta profundamente frío y por ende cómicamente ridículo.
Hay un fuerte contraste entre la casa de los Arpel y el edificio en que vive Hulot, en él podemos intuir el recorrido laberíntico que el protagonista sigue escalera arriba, escalera abajo, con vueltas y revueltas inverosímiles y poco eficientes. Sin embargo todo se colma al entrar en la casa y abrir la ventana dejando que un rayo de sol se refleje sobre la jaula del canario que inmediatamente comienza a cantar. Esto llena el espacio de un calor completamente desconocido en casa de los Arpel.
Se deja entrever así en la historia una reivindicación de la divergencia, en una sociedad en la que las personas tienen una gradual pérdida de contacto con sus objetos y con los procesos que nos relacionan. Pone así de manifiesto una crítica a la mecanización, a la deshumanización y pérdida de sensibilidad que lleva consigo. Es muy cómica la escena de la película, en que Hulot, que por fin empezó a trabajar en la fábrica del Sr. Arpel, cuida de la manguera que sale de la máquina, cuando de manera inopinada y ante la distracción del protagonista, comienza a sacar el producto de manera irregular, con formas distintas a las homologadas para un producto elaborado según las normas, generando una auténtica catástrofe productiva. Esta creatividad que rompe con lo lineal, parece que está reñida con la producción en cadena que procura grandes beneficios económicos si, pero que se tiñe de una frialdad bastante insoportable.
Cuántas cosas se ponen de relieve en el barrendero que no pierde oportunidad de comentar con todos los viandantes cuanto se le ocurre y tiene eternamente pendiente el montón que ha de recoger con su escoba, abordado una y otra vez.
Estereotipos de la felicidad
Hulot representa la alegría de vivir, puede calificarse como el paradigma de la desorganización y del despiste. Su imagen es desgarbada y desastrosa. Su hermana expresa en un momento dado: “lo que necesita es una meta, un hogar (en referencia a casarse), necesita esto”, señalando todo el confort que les rodea, en clara referencia a un estereotipo de la felicidad.
Pero en realidad a Hulot lo que le sobra es felicidad, está lleno de vida. Hace feliz a su sobrino Gerard, cada vez que lo lleva a pasear o cuando regresan del colegio. Es en esos momentos en los que el niño vive y se relaciona con libertad, cuando éste puede llevar a cabo las cosas propias de su edad, engullir dulces, o bien gastar bromas y jugar con otros niños, viviendo así una ceremonia iniciática en el que su tío es el agente liberador.
La imagen de Hulot con el niño cogido de la mano es la metáfora de la transmisión que se produce en estos encuentros y al tiempo representa la contaminación de costumbres y puntos de vista que le aporta. Sus padres no paran de protestar cuando el niño regresa lleno de suciedad, inmediatamente ha de meterse en la ducha para reestablecer la limpieza. Entre padre e hijo no existe contacto físico visible en la película y sin embargo es curioso constatar los perversos efectos del mestizaje que Tati pone de relieve al final de la película cuando de manera sorprendente ambos juntan sus manos en una escena llena de complicidad, en la despedida del tío Hulot.
Esta contaminación de la que hablamos se pone de manifiesto de una manera muy cómica en otra escena que se desarrolla en el despacho de la fábrica. Los directivos quieren ponerse en contacto con Hulot para ofrecerle trabajo y le llaman al único teléfono en que pueden localizarle, un teléfono público que hay junto al mercado. Sin darse cuenta la línea se queda enganchada y posteriormente, cada vez que levantan de nuevo el auricular para hablar, irrumpe de manera irreverente el bullicio de la calle en el santuario de la perfección y del orden económico.
Tati nos lanza un mensaje subliminal en la película, cuando los Sres. Arpel al finalizar su jornada de trabajo se sientan cómodamente a mirar la televisión y entonces sale un rótulo que les dice “Reflexionen Vds.”
Pues eso, ahí queda todo dicho.
DERRIDAJACQUES
Dirección: Jacques Tati.- Guión: Jacques Tati, Jacques Lagrange, Jean L´Hôte.- Fotografía: Jean Bourgoin.- Música: Franck Barcellini, Alain Romans.- Montaje: SuzanneBaron.- Producción: Francia, Italia, 1958.- Intérpretes: Jacques Tati (monsieur Hulot), Jean-Pierre Zola (Charles ArpProducción:el), Adrienne Servantie (madame Arpel), Lucien Frégis (monsieur Pichard), Betty Schneider (Betty), Jean-François Martial (Walter), Dominique Marie (Neighbor), Yvonne Arnaud (Georgette), Adelaide Danieli (madame Pichard).- Duración: 120 minutos.
La mujer pirata, Jacques Tourneur, 1951

Realizador de culto de los años 40/50, descubierto –como en tantos otros casos por la crítica francesa, Jacques Tourneur era uno de esos realizadores cuya personalidad asomaba, casi siempre, por encima de proyectos más o menos propicios, pequeñas películas de encargo rodadas con pocos medios y de un metraje casi siempre muy corto. Sin embargo, su capacidad de síntesis, su talento y buen gusto superaban casi siempre esas limitaciones. La peculiar forma de iluminar sus películas hacía que consiguiera unas imágenes dotadas de gran belleza pictórica y de su cine se aprecia, sobre todo, la elegancia en el encuadre y el exquisito cuidado en la utilización del color. En cualquiera de los géneros en que se movió su cine, consiguió pequeñas obras maestras : aventuras (El halcón y la flecha), western (Wichita), fantástico (La mujer pantera) o cine negro (Retorno al pasado).
La mujer pirata es una de esas pequeñas obras maestras. Una de esas películas de aventuras llenas de nostalgia y emociones que nos hacen recuperar la ilusión de la niñez y la añoranza de géneros lamentablemente desaparecidos de las pantallas. Bajo el nombre de capitán Providence se esconde, en realidad, una mujer, Anne, cuyo odio a los ingleses, que en el pasado ajusticiaron a su hermano, la ha convertido en uno de los piratas más temidos del Caribe. Su intrépidez (otro barco hundido en memoria de mi hermano) y frialdad (recordemos la escena inicial cuando le comentan que en el combate se han producido doce bajas en su tripulación y ella sólo responde : más a repartir entre los que quedan) llevan a los ingleses a pactar con el capitán La Rochelle el acabar con ella y su barco, el Reina de Saba, a cambio de la devolución de su buque Molly O´Brien.
Anne, ingenua y confiada, y en el fondo mujer, cae en las redes de Pierre LaRochelle, desoyendo los consejos de su lugarteniente Dougal y el capitán Barbanegra. Enamorada, entra en el doble juego de La Rochelle. Su fragilidad empieza a manifestarse con la captura del buque inglés y la aparición del capitán francés, aparentemente como prisionero de los ingleses. Anne cree su versión y menosprecia la opinión de su lugarteniente Dougal. Más tarde, Anne se probará el vestido de mujer que LaRochelle había cogido como botín y se despierta en ella una sexualidad escondida que él aprovechará para seducirla. A partir de ahí, Anne se irá enfrentando a todo y a todos por defender a su enamorado francés, incluyendo en ésto a su principal valedor, Barbanegra. Y cuando descubre la traición de LaRochelle, como mujer herida intentará una cruel venganza de la que solo se podrá recuperar con la ayuda del doctor Jameson. Arrepentida de su acción (es lo último que hago obedeciendo a mi conciencia), enviará un bote de ayuda a la Isla de la Muerte para salvar a la pareja y al doctor.
Los personajes, bastante improbables, pero magníficamente definidos y llenos de matices, aportan credibilidad y convicción a la historia de Anne Providence. En esta narración nadie es lo que parece, ni nadie es completamente bueno ni malo. Todos los principales personajes parecen preparados y dispuestos para dar, en algún momento, lo mejor y lo peor de sí mismos. Anne, el capitán La Rochelle, el doctor Jameson, el lugarteniente Dougal, e incluso el brutal Barbanegra no resultan personajes de una pieza, como cabría esperar en una película de aventuras al uso, sino seres dotados de sentimientos que van saliendo a la luz a medida que avanza la narración.
Jean Peters está espléndida en su papel de capitana del Reina de Saba. Su peculiar e inquietante rostro pasa por una variedad de matices y sentimientos : el descubrimiento del amor, los celos, el desengaño, la venganza, el despertar de la conciencia y su arrepentimiento tras dejar abandonados en una isla desierta a LaRochelle y a su esposa. Muy por debajo quedan la más fría y gris interpretación de Louis Jordan como Pierre LaRochelle, y la de Debra Paget en su papel de la altiva y envarada Molly. Tal vez Jacques Tourneur se las ingenió para conseguir, de alguna manera, que la pareja no resultara demasiado atractiva al espectador. Y potenciar así a quienes en un film convencional hubieran sido los malos de la película, como Anne Providence, el doctor Jameson (Herbert Marshall) verdadera conciencia de Anne, el lugarteniente Dougal (James Robertson Justice) y el salvaje y sanguinario Barbanegra, acertadamente encarnado por Thomas Gómez.
Con La mujer pirata, Jacques Tourneur consiguió una de las gemas del cine de aventuras de los años 50. La narración se sigue con interés de principio a fin, sin dejar un momento de reposo. Por encima de un guión complejo, ambiguo y ciertamente atípico en el género, la película cuenta con unas escenas de batallas marinas espléndidamente realizadas y una ambientación muy conseguida : la larga escena en la sórdida taberna The Black Anchor, en la que primero luchan un hombre y un oso y después se enfrentan en un duelo a espada Anne y Barbanegra sirve como contrapunto al ambiente remilgado, corrupto y propicio a la traición de Port Royal.
AnibalMinucio
PRODUCCION : USA (20 Century Fox, 1951). ARGUMENTO : Herbert Ravenel Sass. GUION : Philip Dunne y Arthur Caesar. FOTOGRAFIA : Harry Jacson. MUSICA : Franz Waxman. MONTAJE : Robert Fritch. INTERPRETACION : Jean Peters (capitana Anne Providence), Louis Jourdan (capitan Pierre LaRochelle), Debra Paget (Molly LaRochelle), Herbert Marshall (Dr. Jameson), Thomas Gomez (capitán Barbanegra), James Robertson Justice (Sr. Dougal). DURACION : 81 minutos.
Nadie sabe, Hirokazu Koreeda, 2004

El realizador japonés Hirokazu Koreeda, nos sorprende en esta ocasión, con una película brillante, sensible, increíblemente dura, donde el drama no se fuerza, donde el sentimiento te va penetrando poco a poco, donde las imágenes hablan por sí solas, en diálogos escuetos y concisos. Esta demoledora mirada sobre nuestra sociedad y sobre el mundo de la infancia, nos deja el triste convencimiento de que la historia que se narra no es algo irreal e imposible, sino solamente la punta del iceberg de algo más generalizado. La deshumanización de la sociedad actual está ahí mismo, conviviendo día a día con nosotros.
Basada en un hecho real, pero con personajes ficticios, según se nos advierte al principio de la película, esta historia de cuatro niños abandonados a su suerte por su madre (que simplemente les deja un poco de dinero para ir saliendo del paso, y que ellos gastan o malgastan, como niños que son) tiene un final tan abierto y al mismo tiempo tan cerrado, como tristemente previsible, pero es demasiado real y cercana como para cerrar los ojos ante la fuerza y sinceridad de sus imágenes. Porque aunque la historia esté situada en Japón, el mensaje es tan universal que cualquier espectador puede verse identificado en esta madre, egoísta e irresponsable, que abandona, sin demasiadas explicaciones, ni motivos, a sus hijos.
Desde el principio de la película nos extraña la forma de introducir a los niños más pequeños (en maletas) en el apartamento recién alquilado por la madre, Keiko, para evitar problemas con sus caseros. Sometidos a la férrea disciplina que su madre les ha inculcado, los niños, que ni siquiera pueden ir a un colegio, vivirán en ese reducido mundo, salvo alguna esporádica salida al exterior, sin poder hacer demasiado ruido para no molestar a los vecinos y ni tan siquiera asomarse a ese balcón que es su única conexión con el mundo exterior. Pero un buen día, la madre se marcha y sobre el mayor de los hermanos, Akira, de doce años, cae, definitivamente, toda la pesada carga familiar. Condenados irremisiblemente a convertirse en adultos antes de tiempo, los cuatro niños pasan de la “normalidad” inicial al más absoluto desamparo.
El drama, intuido al principio, se va precipitando sobre esta patética familia, cuando la escasez del dinero comienza a hacer mella en necesidades básicas como la alimentación, la luz, el agua o el teléfono. Su mundo de juguetes, cuentos, dibujos y videojuegos se desmorona por momentos. Aislados e ignorados por el mundo exterior, los niños sobreviven de una forma tan conmovedora como imposible, a su aventura diaria. La película es un prodigio de observación del mundo de la infancia, pero sin el fácil recurso del sentimentalismo. Tan dramática y auténtica como otros dos grandes clásicos del cine sobre el mundo de la infancia: “Los olvidados” (1950), de Buñuel o “Los cuatrocientos golpes” (1959), de Truffaut.
Hirokazu Koreeda capta pequeños y magistrales retazos de la vida de estos pequeños, marginales a la fuerza, a los que la sociedad rechaza (los propios niños “normales”, amigos de Akira, no quieren ir a jugar a su casa por el mal olor en la vivienda). Las pequeñas solidaridades que reciben en ocasiones no bastan al mayor de los hermanos, Akira, para sacar adelante a esta extraña familia infantil, cuya situación se va degradando de forma implacable, a medida que la suciedad y el desorden se adueñan del apartamento en que malviven. Su microcosmos infantil se va derrumbando, poco a poco al principio y luego de forma cruel y fulminante. Sin lágrimas ni quejas. Con la mirada apagada y perdida de unos ojos que ya han perdido toda esperanza. Aceptando lo irremediable del desastre intuido.
Las imágenes de “Nadie sabe” se deslizan pausadamente ante nosotros sin dramatizar ni exagerar las situaciones, con un realismo no forzado, mostrándonos la felicidad de los niños cuando se comportan como niños y su incapacidad para poder asumir el mundo de los mayores y solucionar determinados problemas para los que no tienen ni edad (el mayor de los hermanos tiene 12 años) ni, lógicamente, preparación.
Es una reflexión muy dura, pero desgraciadamente real, sobre el desamparo de una niñez a la que no le faltan juegos y caprichos, pero a la que se le niega lo más elemental: el cariño y la protección de los mayores. Koreeda dirige, con mano maestra, esta sensible y estremecedora imagen sobre nuestra sociedad y nuestro tiempo. La película, que está realizada con un rigor y austeridad casi bressonianos, tiene una autenticidad casi documental. Los actores, casi todos niños, tan increíblemente espontáneos que parecen interpretarse a sí mismos, ponen su granito de arena en este pequeño y enorme drama cotidiano de la infancia abandonada a su suerte. En este ultimo viaje de la inocente Yuki, en monorraíl, al aeropuerto de Haneda.
AnibalMinucio
TITULO ORIGINAL: Dare mo shiranai. PRODUCCION: Japón (2004). GUION: Hirokazu Koreeda. FOTOGRAFIA: Yutaka Yamazaki. MUSICA: Gontiti. MONTAJE: Hirokazu Koreeda. INTERPRETACION: Yuya Yagira (Akira), Ayu Kitaura (Kyoko), Hiei Kimura (Shigeru), Momoko Shimizu (Yuki), Hanae Kan (Saki), You (Keiko, la madre). DURACION: 141 minutos.
Nuestra hermana pequeña, Hirokazu Koreeda, 2015

Es muy interesante la historia que nos plantea Koreeda en su última película «Nuestra hermana pequeña». Sorprende un relato de cine japonés en que las mujeres ocupan todo el espacio, relegando a los hombres a papeles adyacentes. De alguna manera el autor quiere destacar cómo han cambiado las cosas. Este director, al que los críticos relacionan con Yasujiro Ozu, pone de relieve las consecuencias que el paso del tiempo tiene. Aborda la dicotomía entre tradición y modernidad tan presente en los destacados creadores japoneses, Ozu y Mizoguchi, y reivindica una realidad incontestable. Quizás se entretiene, en ocasiones, acentuando en exceso sentimientos que subrayan el melodrama, pero propone cosas de mucho valor, reivindicando a la mujer como protagonista de su propia vida.
Me parece muy significativa la imagen de las chicas subiendo una cuesta exigente para llegar a la casa, es una excelente metáfora del itinerario que tienen que seguir para exigir su espacio. Destacaría también la presencia del árbol, que plantó la madre ausente, en el jardín de la casa familiar y que sigue dando frutos, aunque, en el presente se perciben los cambios producidos en éstos por el paso del tiempo. Siempre sirvieron para macerar en licor y proyectar los distintos sabores que la vida tiene en cada momento.
Koreeda hizo dos grandes películas, que de alguna manera te encogen el corazón, Nadie sabe (2004) y Still walking (2008) y otra de tono más cercano a la comedia Kiseki (Milagro) (2011), las tres tienen alguna presencia en Nuestra hermana pequeña. El abandono de la madre a sus hijos, la cultura funeraria en el entorno tradicional de la familia y el divorcio que termina separando a los hermanos, respectivamente. La presente podría ser una relectura de su filmografía anterior, en la que propone una revisión de sus preocupaciones, buscando nuevos cauces, que ayuden a explicar lo que nos pasa y cómo nos hace sentir.
Kenji Mizoguchi en su película Cuentos de la luna pálida de agosto (1953) pone a uno de los protagonistas ante la realidad de haber perdido a su mujer, convertida en un fantasma. Koreeda pienso que propone que la realidad de esas mujeres no es etérea sino de carne y hueso.
Derridajacques
FICHA TECNICA.- Productor: Minami Ichikawa, 2015.- Guión: Akimi Yoshida, Hirokazu Koreeda.- Fotografía: Mikiya Takimoto, color.- Música: Yòko Kanno.- Montaje: Hirokazu Koreeda.- Intérpretes: Haruka Ayase (Sachi Kôda), Masami Magasawa (Yoshino Kôda), Kaho (Chika Kôda), Suzu Hirose (Suzu Asano), Ryô Kase (Yoshimi Sakashita), Ryôhei Suzuki(Dr. Yasuyuki Inoue).
El pequeño salvaje, François Truffaut, 1969

Para su noveno film, “El pequeño salvaje”, Truffaut llevaría a cabo una propuesta tan arriesgada como insólita, en las antípodas de su anterior film “La sirena del Mississipi” (1969), donde contaba con una buena historia, actores muy conocidos, fotografía en color y un alto presupuesto. En cambio, en este caso, Truffaut optó por un cine hecho a contracorriente, no sólo del que se realizaba a finales de los sesenta, sino incluso dentro de su propia filmografía: una historia intimista en blanco y negro, sin actores conocidos y realizada con pocos medios.
La historia de Víctor de l´Aveiron, un niño de unos once años que apareció abandonado en un bosque del Macizo Central francés, es real –como se subraya desde el inicio- y su puesta en escena está al servicio de la narración para conseguir una autenticidad documental. Para ello, Truffaut contó con dos extraordinarios colaboradores: el guionista –Jean Gruault- que había trabajado anteriormente con Roberto Rossellini, y el director de fotografía, Néstor Almendros, que realizó un brillante trabajo que nos devuelve a las imágenes del cine mudo –al que se homenajea- con esas aperturas y cierres en iris, que nos recuerdan los viejos films de Griffith o Chaplin. Todo ello, y una puesta en escena sencilla, rigurosa y honesta de Truffaut, trasciende una historia que cuesta trabajo imaginársela realizada de otra manera.
Film realizado con una austeridad y rigor dignos de un Bresson o un Rossellini, supone un retorno de Truffaut al mundo de la infancia de “Los 400 golpes” (1959), pero si allí la historia estaba narrada desde el punto de vista del niño (Doinel-Léaud), en ésta prima la visión del adulto (Itard-Truffaut), cuyos sentimientos va diseccionando –escena a escena- el director a través de sus satisfacciones ante los progresos en la educación del niño y sus decepciones ante los fracasos. Sentimientos que quedan tamizados por la objetividad y frialdad del informe clínico que Itard-Truffaut escribe y que nos traslada a través de la voz “en off”.
Sin embargo, Truffaut no quiso ser excesivamente didáctico con el tema, ni riguroso en la realidad de la historia, ni agobiarnos con términos clínicos. Se dedicó más bien a seguir la narración a través de los sentimientos de los tres personajes que verdaderamente importan: el doctor Itard, el pequeño Víctor y la señora Guerin. Porque en la narración existe un tercer personaje que resulta tan importante como los dos primeros: la señora Guerin, que con su paciencia y dulzura ayuda al pequeño Víctor, allí donde el doctor no llega. Su colaboración es fundamental en los progresos en la educación del muchacho y realmente es a ella a quien las autoridades conceden su custodia.
Isla solitaria en la obra de su autor, film hermoso, sensible y plenamente logrado a pesar de sus dificultades, “El pequeño salvaje” es una de las tres o cuatro obras maestras que nos dejó François Truffaut.
Anibal Minucio
TITULO ORIGINAL: L´enfant sauvage. PRODUCCION: Francia (1970). ARGUMENTO: memorias de Jean Itard. GUION: Jean Gruault y François Truffaut. FOTOGRAFIA: Néstor Almendros. MUSICA: Antoine Duhamel. MONTAJE: Agnès Guillemot. INTERPRETACION: Jean-Pierre Cargol (el niño salvaje), François Truffaut (doctor Jean Itard), Françoise Seigner (señora Guerin), Jean Dasté (profesor Philippe Pinel), Annie Miller (señora Lemeri). DURACION: 83 minutos.
Siete mujeres, John Ford, 1966
“A la producción no le ha gustado “Siete mujeres”. No hay “estrellas”. Sin embargo, Anne Bancroft y Margareth Leighton son dos grandes actrices. Pienso, por otra parte, que es una de mis mejores puestas en escena; pero al público no le ha gustado. Esto no es lo que pedía”.
-John Ford (declaraciones a Axel Madsen en “Cahiers du cinema”)
“Creo que era una buena película. Y para mí fue un buen cambio hacer algo tan distinto como una película que sólo trataba de mujeres. Aquí no tuvo mucho éxito, pero en Europa fue una sensación. Creo que era una película fabulosa”.
-John Ford (declaraciones a Peter Bogdanovich en su libro “John Ford”)

Resulta significativo que John Ford, siempre tan modesto, tan poco dado a conceder trascendencia a su cine, reivindicara con énfasis esta película. Sobre todo teniendo en cuenta que había resultado un fracaso en Norteamérica. Evidentemente no era lo que el público esperaba de él, pero es que “Siete mujeres” no sólo era diferente del cine que había venido realizando hasta entonces, sino que implicaba también una crítica verdaderamente demoledora de la religión y la triste imagen de unos personajes que encarnaban ideales o sentimientos muy norteamericanos. Era pues lógico que la película no gustara allí.
Allá por los años 60 cada nuevo film de John Ford (con alguna excepción puntual como “El hombre que mató a Liberty Valance”), era recibido con frialdad o con manifiesta hostilidad por una crítica cinematográfica que añoraba al Ford de las ya lejanas “La diligencia” (1939), “Las uvas de la ira” (1940) ó “Qué verde era mi valle” (1941), a cuenta de la presunta decadencia y senilidad de un hombre que contaba ya los 71 años cuando realizó “Siete mujeres”. Pese a que el entonces septuagenario maestro había dirigido, unos pocos años antes, nada menos que “Dos cabalgan juntos” (1961), “El hombre que mató a Liberty Valance” (1962), “La taberna del irlandés” (1963) y “Cheyenne Autumn” (1964).
Asombrosa senilidad y fértil decadencia la de John Ford, capaz de iluminar una historia tan dura, pesimista y claustrofóbica como “Siete mujeres”. Tan alejada de sus queridos escenarios del Monument Valley como de los verdes paisajes de la Irlanda de sus raíces familiares. Sin horizontes abiertos, sin humor, sin nostálgicas canciones, sin la menor concesión al sentimentalismo. A Ford le bastó reunir a siete mujeres y meterlas en un mundo cerrado y extraño, una misión cristiana en una región de China dominada por “señores de la guerra” para ofrecernos su película más valiente y comprometida. Para darnos su definitivo testamento cinematográfico. La última lección de cine de un americano con sangre irlandesa en las venas que hacía películas desde 1917.
En “Siete mujeres”, como en cualquier western clásico, un grupo heterogéneo de personas aisladas, en un medio hostil, se enfrentan a lo exterior, a lo desconocido, a la maldad y brutalidad de un “señor de la guerra”. La “civilización cristiana” contra la barbarie. Desde su fragilidad e indefensión, siete mujeres con sus sentimientos encontrados, con sus mal disimulados vicios, con sus egoísmos y sus errores vitales en el pasado, afrontan una situación desesperada. Siete caracteres a los que unas circunstancias límite sacan lo mejor y lo peor del ser humano.

Al principio de “Siete mujeres” hay un pequeño colectivo aparentemente uniforme y unido en torno a ideales tan caducos como estériles. Un centro de educación de misioneros cristianos, en la China de 1935, en una región fronteriza con Mongolia. Un vestigio del pasado que sobrevive, desde su propio aislamiento, a los cambios que se producen en el mundo exterior.
El centro constituye un coto cerrado, minúsculo dominio de la férrea y reprimida señorita Agatha Andrews (Margareth Leighton). Una mujer de ridículos modos dictatoriales, frustrada por un pasado a olvidar y que ha encontrado en la misión el único medio para “llenar su vida”. En torno a ella dos colaboradoras: su ayudante y “mano derecha”, la sumisa Jane Argent (Mildred Dunnock) y la joven e ingenua Emma Clark (Sue Lyon). Como único personal docente, Charles Pether (Eddie Albert), un trasnochado predicador que convierte sus lecciones a los niños en patéticos sermones religiosos que nadie entiende ni valora y que está casado con la histérica y embarazada Florrie (Betty Field).
La llegada de la doctora Cartwright (Ann Bancroft), con su naturalidad, pragmatismo y nuevas costumbres que chocan con el ambiente enrarecido de la misión, rompe la forzada armonía y hace que empiecen a aflorar los verdaderos sentimientos de sus componentes. Lo colectivo comienza a desmoronarse en su propia crisis y un soplo de autenticidad e individualismo se va despertando en las conciencias de las despersonalizadas mujeres.
El segundo cambio en el centro cristiano se produce con la llegada de los refugiados de la misión inglesa y la epidemia de cólera que traen con ellos. La decisión, profesionalidad y entrega de la doctora Cartwright salva, por primera vez la propia existencia de la misión, que sobrevive a esta nueva dificultad. Su posterior embriaguez ante los reunidos en la mesa para la cena, agudiza las contradicciones de las mujeres, fanatizadas en torno a un discurso religioso que choca continuamente con la realidad que sufren. Pero la llegada de la epidemia tiene también un efecto secundario: hace surgir a una nueva doctora Cartwright que asume perfectamente la situación. La dura y escéptica doctora se humaniza y se entrega a los demás en un sacrificio agotador que va más allá de las exigencias de su profesión.

Finalmente, la violenta irrupción del “señor de la guerra” Tunga Khan (Mike Mazurki) pone a la misión en una situación límite. La muerte heroica e inútil del profesor Pether, que, por primera vez en su vida, antepone la entrega y la valentía a su propio egoísmo y el asesinato de los refugiados chinos en la misión hacen que, a partir de ahí, para las misioneras, su único objetivo sea ya la supervivencia. Es el segundo y último sacrificio de la doctora Cartwright: su entrega a Tunga Khan a cambio de la vida de las demás. Su patético final, vestida con un conmovedor kimono es la despedida asumida de una vida que hasta entonces no había tenido otro objetivo que el puramente profesional. Su sacrificio no es sólo un acto heroico, sino también el rotundo desprecio a un mundo en el que no parece haber lugar para ella: tan lejana a la “civilización cristiana” como a la barbarie y anarquía que encarna Tunga Khan.
John Ford dirigió con tanta sencillez como efectividad, con tanta serenidad como armonía este drama interior, asumiendo un guión sin concesiones que implicaba una crítica implacable de determinadas formas de practicar la religión. Una vez más, Ford nos ofrecía un discurso lúcido, moderno y liberal, con la misma valentía que su protagonista principal, la doctora Cartwright, que chocaba frontalmente con la imagen de hombre trasnochado y militarista que algunos críticos trataban a veces de dar de él.
Creo que más allá de la circunstancia de ser la última lección de cine del maestro Ford, “Siete mujeres” es además uno de sus cuatro o cinco títulos señeros. Una película muy diferente a la mayoría de sus obras más conocidas y representativas. Un Ford valiente, combativo, irreverente y desencantado. A despecho del Ford vital y optimista de casi siempre, “Siete mujeres” nos muestra a un autor que a sus 71 años todavía se permite el lujo y la sutileza de rematar su gloriosa filmografía con esta pequeña joya del cine, de apenas 87 minutos, de imágenes duras, sombrías y casi siempre nocturnas, pero donde queda condensada toda la profesionalidad, madurez y sabiduría del que, para muchos, fue el mejor director de la historia del cine. El mejor regalo que podía ofrecernos, como despedida, el autor de “El hombre tranquilo”.
AníbalMinucio
TITULO ORIGINAL: Seven Women. PRODUCCION: USA (Bernard Smith para Metro Goldwyn Mayer, 1966). ARGUMENTO: Relato “Chinese Finale”, de Norah Lofts. GUION: Janet Green y John McCormick. FOTOGRAFIA: Joseph LaShelle. MUSICA: Elmer Bernstein. MONTAJE: Otho Lovering. INTERPRETACION: Anne Bancroft (Dra. Cartwight), Margareth Leighton (Agatha Andrews), Sue Lyon (Emma Clark), Flora Robson (Miss Binns), Mildred Dunnuck (Jane Argent), Betty Field (Florrie Pether), Anna Lee (Mrs. Russell), Eddie Albert (Charles Pether), Mike Mazurki (Tunga Khan), Woody Strode (Lean Warrior). DURACION: 87 minutos.
Todo o nada, Mike Leigh, 2002

La primera parte de “Todo o nada”“ me ha recordado, en algunos aspectos, el cine del admirado Roberto Rossellini de los años cuarenta y cincuenta, con su análisis implacable del alma humana en una sociedad en crisis en el marco de la situación europea inmediatamente posterior a la 2ª Guerra Mundial , como “Alemania año cero” (1948), “Strómboli” (1950) o “Europa 51” (1952). Una sociedad enferma cuyos valores morales habían caído en picado o dejado de existir ante la crueldad del conflicto vivido. En “Alemania año cero”, un “niño de la guerra” luchaba hasta el límite, en un mundo insolidario y enloquecido, por la supervivencia, para sacar adelante a toda su familia de parásitos para, finalmente, suicidarse desesperado, tras sentirse culpable de haber envenenado a su padre y verse despreciado por quienes le debían casi todo.
De la misma forma, Mike Leigh escarba implacable en el alma de la sociedad contemporánea. Disecciona a la sociedad inglesa, pero la validez del mensaje traspasa las fronteras. Es la sociedad occidental, en su conjunto, el objeto de análisis. Sociedad del falso bienestar, de viejos, de obesos, de parásitos, de alcohólicos, de pirados… Una sociedad sin valores morales que nos puede parecer, en principio, casi marginal, pero que está ahí mismo, a nuestro alcance.
Al igual que el niño de “Alemania año cero”, la Penny (Lesley Manville) de “Todo o nada”, lucha por sacar adelante a su familia, sin recibir más ayuda ni recompensa, que el silencio, la incomprensión o la queja de quienes dependen por completo de ella. Todos los personajes parecen tener derecho a estar hartos de todo, excepto, precisamente, Penny. El padre, Phil (Timothy Spall), filosofa sobre la vida mientras haraganea con su taxi. La hija, Rachel (Alison Garland) afronta la mediocridad de su vida desde el silencio y la resignación. El hijo, Rory (James Corden) es una especie de parásito que parece no tener otra función en su existencia que comer y descansar. Mientras tanto, el resto de personajes que les rodean, vecinos o compañeros de trabajo, solucionan sus problemas ahogándolos en el alcohol o discutiendo interminablemente entre voces e insultos.
Hay una segunda parte que también, inevitablemente, recuerda al cine de Rossellini y más concretamente a una de sus obras maestras: “Te querré siempre” (1954). En el film de Rossellini, cuando el amor se acaba, la vida parece siempre ofrecernos una última oportunidad para recuperarlo. Aunque sea en forma de inexplicable milagro en una procesión religiosa de un pueblo italiano, o a través de la conmoción que provoca, en la protagonista (Ingrid Bergman) la visión de los restos de una pareja que murió haciendo el amor, durante la erupción del Vesubio, en su visita a las ruinas de Pompeya. En “Todo o nada”, esa nueva oportunidad o ese último tren para recuperar el amor, viene en forma de ataque al corazón que sufre el obeso Rory. Y cuya consecuencia inmediata es volver a ver a una familia nuevamente unida tras la catarsis de sentimientos que desencadena la desgracia colectiva.
Y Mike Leigh escarba nuevamente en los sentimientos de sus personajes y nos descubre que, detrás de la apariencia desagradable de cada uno, hay algo más valido y profundo: Debajo del gordo y haragán taxista hay una persona sensible, con gran lucidez y capacidad de sentimientos que sufre, al ser tratado como una mediocridad por su mujer, Penny. Tras el silencio y el rostro impasible de la hija, Rachel, descubrimos una serenidad e inteligencia para afrontar la vida que, hasta entonces, se nos había escapado. Finalmente, tras la dura, nerviosa, desengañada e irascible Penny, hay toda una mujer capaz de enfrentarse a lo que sea con tal de mantener en pie a su familia. El inútil Rory, en su enfermedad, ha sido el milagro, el elemento catalizador válido para recomponer a esta familia en crisis, de discusión diaria, de existencia mediocre y resignada y de incapacidad para poder comunicar a los demás sus verdaderos sentimientos.
Mike Leigh consigue transmitir una gran sensación de realismo casi documental, a través de la autenticidad de unos actores (dotados de un físico ciertamente atípico), que parecen interpretarse a sí mismos con toda la dureza y naturalidad del mundo. Leigh, a través de esos primeros planos estáticos y crueles, a los rostros rechonchos y descuidados de sus actores, profundiza con lucidez y sin concesiones en los sentimientos y flaquezas humanas tal y como son. No para recrearse innecesariamente en ellas, sino para presentarnos a sus personajes en toda su miserable realidad inicial y descubrirnos posteriormente a esos mismos personajes, una vez pulidos, limpios y redimidos, en su verdadera dimensión humana.
AnibalMinucio
TITULO ORIGINAL: All or Nothing . PRODUCCION:Reino Unido-Francia (2002) . GUION: Mike Leigh. FOTOGRAFIA: Dick Pope. MUSICA: Andrew Dickson. MONTAJE: Lesley Walker. INTERPRETACION: Lesley Manville (Penny), Timothy Spall (Phil), Alison Garland (Rachel), James Corden (Rory).
DURACION: 128 minutos.
Una historia verdadera, David Lynch, 1999

Alvin Straight (Richard Farnsworth), un anciano de 73 años, medio inválido, a causa de un problema de caderas, con la vista casi perdida y sin apenas medios económicos, se lanza a la aventura de viajar desde Laurens (Iowa) hasta Mt. Zion (Wisconsin) montado en una pequeña segadora de césped John Deere y remolcando su casa rodante, para hacer las paces con su hermano Lyle (Harry Dean Stanton), con el que no se habla desde hace diez años. La historia, no por increíble es menos real. Sucedió en 1994. Y sólo un viejo testarudo como Alvin Straight podría haber intentado algo así.
Alvin, con toda su vida ya hecha, vive junto a su hija Rose (Sissy Spacek), una mujer con una fuerte discapacidad, traumatizada por la pérdida de sus cuatro hijos. Enterado de que su hermano, otro cabezota como él, con el que discutió diez años atrás y al que no ha vuelto a ver desde entonces, ha sufrido un infarto, Alvin, fuera de toda regla y precaución, engancha su segadora a un pequeño remolque y se lanza a su extraña aventura a través de las carreteras secundarias de la profunda América, en la más curiosa y extraña “road movie” que se haya filmado jamás en el cine americano.
La conmovedora historia de Alvin despierta la simpatía y la solidaridad de las personas que va encontrando en su largo camino. Sus tranquilas y reposadas conversaciones con gente joven (como la chica embarazada que ha abandonado su casa o el grupo de ciclistas con quienes comparte una noche al aire libre) o su charla con otro anciano, en la barra de un bar, en la que ambos dialogan sobre sus traumas de la guerra, en la que Alvin confiesa su pesar por haber matado, por error, a un compañero, nos van definiendo al personaje a través de sus recuerdos y de su sencilla y lúcida filosofía de la vida.
Alvin tiene la suficiente terquedad para continuar con su viaje hasta el final, a pesar de las adversidades y problemas con que se va tropezando, pero también tiene la dignidad suficiente como para rechazar la ayuda que le ofrecen para llevarle en automóvil hasta Mt. Zion. “Quiero hacer esto a mi manera”. O el orgullo de dejar tres dólares bajo un teléfono inalámbrico para pagar la llamada que acaba de hacer a su hija.
Lynch dirige esta peculiar “road movie” sin florituras, sin la ampulosidad y sordidez de otros títulos suyos mucho más conocidos, yendo a lo esencial. El guión es una pequeña maravilla de concisión y sencillez. El viaje de Alvin se convierte en una larga mirada hacia atrás, repasando lo que ha sido hasta ahora su vida. Con lucidez y sin rencor, Alvin va rememorando en sus conversaciones la triste situación de su hija Rose, sus recuerdos de la Segunda Guerra Mundial, su antigua adicción al alcohol y finalmente, la discusión con su hermano Lyle. Toda una serie de retazos de vida que repasa con la madurez de alguien a quien, el paso de los años, ha otorgado ya la suficiente sabiduría como para saber “separar el grano de la paja” y a dar sólo importancia a las cosas que verdaderamente la tienen.
La realización de Lynch es pausada, sobria y sencilla, acercando la cámara al actor, extraordinario en su papel Richard Farnsworth escudriñando en primeros planos, su rostro, viejo y cansado, para descubrirnos su profunda humanidad y lucidez. Los pocos planos aéreos que se permite, con esos inmensos campos cultivados y esas largas carreteras secundarias, subrayan la grandeza épica y humana del insólito y conmovedor viaje de Alvin Straight hacia las tierras de Wisconsin.
AnibalMinucio
TITULO ORIGINAL: The Straight Story. PRODUCCION: USA-Francia- Reino Unido (StudioCanal-Picture Factory, 1999). GUION: John Roach y Mary Sweeny . FOTOGRAFIA: Freddie Francis . MUSICA: Angelo Badalamenti .
MONTAJE: Mary Sweeney . INTERPRETACION: Richard Farnsworth (Alvin Straight), Sissy Spacek (Rose), Harry Dean Stanton (Lyle Straight).
DURACION: 112minutos.